Decidido a dejar de respirar por 10 segundos caminó entre medio de las personas inmóviles que corrían a su alrededor. Subió al edificio con su maletín en mano, lo abrió previo apoyo en el suelo. El sudor corría vertiginoso la maratón desde su frente hasta su espalda, sudor frío con sabor a angustia y seguridad, que se ve sólo en los hombres que hacen el bien por muy malo que sea. Armó un fusil que no alcancé a ver bien, se apoyó en una esquina del cuarto piso de la torre central, acompañado por una ventana abierta con vista panorámica al parque estacionamiento, que se encuentra a los pies del Banco Central. Ya en posición de disparar buscó su blanco de izquierda a derecha, de norte a sur. Este era el segundo más largo de los 10 segundos, cuando tienes entre ceja y ceja al futuro fiambre de plomo rodeado de guardias y gente, mientras que el edificio no sospecha aún de la puerta cerrada que te protege en la soledad del asesino haciendo su trabajo.
Todo listo, el dedo índice se desliza y la bala, cargada por Dios, en este caso, corre frenética atravesando el aire hasta clavarse en la frente de la víctima.
Todavía lo observaba cuando procedió a respirar, desarmando el fusil y buscando seguridad en su mente repasó el plan para salvarse de cualquier represalia. Luego de que se acabase su historia vertiginosa me comentó lo que sintió en ese momento: “sentía mi corazón latir por el de todo el mundo, saber que soy un héroe utópico del planeta tierra me estremece de sobremanera, el liberador de un pueblo esclavo y libre”. Yo lo escuché atento, sin evitar caer en las lágrimas.
Luego nos tuvimos que separar, él se fue a mi mundo perfecto, yo me tuve que quedar en la realidad en que los malditos siguen vivos.
domingo, 7 de junio de 2009
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